Mi Sombra, el zapato de una espía: Prólogo - Capítulo I
Yo, Mi Sombra, seré quien la cuente.
CAPÍTULO I
Viena, 1952 - La primera cicatriz
Brillo. Eso era lo que yo llevaba: brillo en la piel, tacón firme, suela aún sin grietas. No había pasado por barro ni por huida alguna. Yo nací para pisar fuerte, para dejar huella, y aquella sería mi primera misión con Alondra.
Ella caminaba erguida, impecable, como si la ciudad entera le perteneciera. Y yo, joven y arrogante, me sentía invencible a su lado. ¿Quién podría detenernos? Éramos dos siluetas perfectas sobre la calle iluminada, avanzando hacia la Ópera como si la noche fuera un escenario y nosotros los protagonistas.
Esa noche no era mi inexperiencia lo que me inquietaba, sino la vibración nerviosa de los pasos de Alondra. Yo sentía lo que ella no mostraba: el peso del miedo en su tobillo, el ritmo contenido de quien sabe que cada sombra puede ser un delator.
Cruzamos la Ringstrasse como dos notas en un pentagrama roto por la posguerra. Los tranvías chirriaban, las ruinas aún olían a polvo de pólvora, y yo guardaba, bien escondido en mi tacón hueco, un secreto más valioso que el oro: un fragmento de microfilm. No era más que un pedazo diminuto, pero suficiente para hacer temblar fronteras.
El punto de encuentro era la Ópera Estatal, iluminada como un diamante en un cofre de ceniza. Un hombre debía esperarnos entre la multitud, con un pañuelo blanco doblado en el bolsillo izquierdo. Era simple, pensé. Demasiado simple. Yo estaba listo para mucho más. Y no me equivoqué: en el reflejo de un escaparate vi lo que Alondra fingía no mirar. Alguien nos seguía desde el Café Museum.
Alondra no giró la cabeza. Nunca lo hacía. Su elegancia consistía en mirar de frente como si el mundo fuera su casa. Pero su paso, mi paso, se aceleró apenas lo necesario para doblar la esquina hacia Kärntnerstrasse. Y allí comenzó la carrera silenciosa.
Mi cuero se tensó de pura excitación. Por fin, la aventura que yo ansiaba. El peligro olía a tabaco fuerte y a gabardina húmeda. Y mientras el extraño acortaba la distancia, yo sentía cada paso de Alondra como un latido propio, como una declaración: no huiremos, jugaremos.
Sentía las vibraciones del empedrado, la presión que hacía temblar mis costuras aún intactas. Alondra giró bruscamente hacia un callejón estrecho, donde la humedad me caló hasta la suela. Con un gesto ágil, desabrochó la correa de mi empeine y extrajo el microfilm de mi tacón. Lo depositó en una rendija del muro, como quien deja una semilla en la tierra.
Cuando el desconocido apareció al final del pasaje, ya éramos sólo una mujer que fingía recomponer su zapato. Él vaciló. Alondra lo miró con calma helada, como si el tiempo mismo se congelara. Y en esa pausa aprendí algo: no era el microfilm lo que definía nuestra misión, sino la manera en que ella convertía cada segundo en un filo invisible.
Al día siguiente, cuando un limpiabotas nos devolvió a la luz de la mañana, mi cuero ya estaba marcado por la humedad y la huida. Mi primera cicatriz. Pero aún intacto. Firme, capaz de sostenerla.
La mañana llegó gris, fría, y Viena olía a café rancio y a miedo disuelto en la niebla. Alondra caminó todo el día como una mujer cualquiera —una viuda discreta con guantes de lana y un abrigo que no llamaba la atención—, pero cada paso estaba calculado. Yo lo sabía. En cada uno, el recuerdo del microfilm seguía vibrando en el hueco de mi tacón, como una nota suspendida.
Cuando el reloj del Stephansdom marcó las seis de la tarde, Alondra regresó al callejón. Yo reconocí el empedrado húmedo, la rendija donde habíamos dejado el secreto. Todo parecía igual… excepto por las huellas frescas en el barro. Alguien había estado allí antes.
Se arrodilló fingiendo ajustar la hebilla. Sus dedos buscaron entre la piedra. El microfilm seguía allí, envuelto en un pedazo de papel encerado. Intacto. Pero no estábamos solas.
Un coche negro giró desde la esquina. Eran las brigadas de control soviético patrullando la zona, no necesitaban identificarse para inspirar miedo. El coche avanzó despacio. Sus faros se detuvieron un momento sobre nosotros como una mirada sin rostro. Alondra no se inmutó. Con un movimiento casi invisible, deslizó el microfilm bajo la plantilla de mi tacón. Lo sentí de nuevo, esa presión exacta, el peso de lo que podía cambiar el destino de un continente.
Caminar era peligroso; correr, un suicidio. Así que avanzamos con paso tranquilo, midiendo el compás en el eco de los que resonaba contra las paredes del callejón vacío. El coche se detuvo, el motor rugió dos veces… y siguió de largo.
Nos dirigimos hacia el río, bordeando el canal Wienfluss. El cielo se había tornado cobre y humo.
En la esquina de Margaretenbrücke, un niño de apenas doce años aguardaba, fingiendo vender periódicos. Llevaba un sello doblado dentro del bolsillo de la chaqueta.
Era la señal. El verdadero contacto.
Alondra dejó caer una moneda en su mano y él le entregó el sello, mordiéndose el labio.
Dentro, un mensaje diminuto: “Puente. 20:45. Solo si el agua corre limpia.”
A las ocho y cuarenta y cinco estábamos allí. El viento helado arrastraba olor a carbón, a hojas podridas y a traición.
El hombre del pañuelo blanco estaba esperando, pero su pañuelo era una trampa: doblado en el bolsillo derecho, no en el izquierdo.
Alondra no vaciló. Se inclinó, fingiendo que el tacón se le atascaba entre las piedras. Su voz, apenas un susurro, se perdió en el rumor del agua:
—No somos las únicas que conocemos el código, Mi Sombra…
Dejó caer el microfilm al suelo, lo cubrió con el tacón, y cuando el falso contacto extendió la mano, lo golpeó con la elegancia de una bailarina.
Hubo un disparo, un grito breve, y el cuerpo del hombre se hundió en el agua oscura.
El silencio que siguió fue más pesado que el estruendo.
Alondra se ajustó el abrigo, me limpió el polvo con un pañuelo y murmuró:
—Al Archivo del Cuervo le bastará con saber que el mensaje sigue vivo.
Esa noche, mientras la ciudad dormía, sentí por primera vez el temblor de un destino compartido.
Yo, Mi Sombra, ya no era un zapato nuevo: era su cómplice.
Y Viena fue la primera etapa de una historia de la que aún nadie se atreve a hablar.
@SoniaGama65



"Recuerdos que se dispersan como polvo en la luz.". Me encanta el relato. Intriga y sensibilidad a la vez. Un abrazo desde las montañas
ResponderEliminar“Precioso, como siempre que te leo.. Es tu forma de acomodar las palabras, como un pintor con su paleta, dibujas las escenas en mi cabeza…. una forma de escribir que no se limita a describir, sino que envuelve, acompaña, y deja esa sensación de querer releer cada párrafo, como si tuviese miedo de perderme algo…
ResponderEliminarQuizá por eso, cada vez que termino un texto tuyo, me quedo con la sensación de que todavía no he leído la mejor parte… la que aún guardas, Así siempre quedo desvelado, ansioso de más…