Capítulo II: Sombras en el Bósforo

Dos años de silencio. Dos años guardado en una caja de cartón bajo la cama de Alondra. Creí que la guerra había terminado para nosotros, que mi cuero se había secado para siempre. Pero aquella mañana algo cambió: sonaba en la radio un tango lento, casi apagado, de esos que encienden la piel. Para Alondra era una señal; para mí, el pulso del peligro volviendo a la vida.


El timbre sonó tres veces, con un intervalo exacto de tres segundos. Nadie tocaba así salvo quien conocía las reglas no escritas de nuestro pequeño mundo. Alondra abrió sin decir palabra. El hombre del rellano no entró; solo deslizó un sobre negro bajo la puerta. El sello: un cuervo con las alas abiertas.

El Cuervo.

Ni una persona, ni siquiera una nación. Un símbolo. Una sombra eficaz nacida de las ruinas de la guerra, donde espías de países distintos obedecían a un mismo propósito: reunir fragmentos de verdad —mapas, nombres, rutas— que algún día cimentarían una Europa más fuerte, menos vulnerable.

Alondra nunca preguntó para quién trabajaba realmente. Bastaba con saber que detrás de cada encargo latía la idea de un continente renacido. El Cuervo observaba, elegía y enviaba a sus piezas a moverse entre sombras.

Ella se quedó un instante inmóvil, mirando el sobre. Luego lo abrió y me sacó de la caja con un gesto seco. Me limpió el polvo con un trapo húmedo y murmuró:

—Despierta, Mi Sombra.

La misión había vuelto.

Encendió un cigarrillo y se acercó al espejo. La ceniza cayó sobre la mesa junto a pasaportes falsos y herramientas de trabajo. Su reflejo se dibujó en el cristal: facciones serenas, mandíbula precisa, ojos que no se pierden en nada y labios pintados de un rojo exacto, el color del control disfrazado de deseo. La silueta firme, casi militar, me recordó los dos años de misiones menores: entrenamiento, paciencia, espera… todo preparativo para algo más grande.



Me colocó sobre la cama, junto a la maleta abierta. Dentro, un abrigo de lana gris, la pistola desmontada, un frasco de perfume y el sobre del Cuervo con un solo nombre:

Karakaya – Estambul.

Un enlace. Un destino. Nada más.

Mientras doblaba una blusa blanca, comprendí que aquellos años de calma no habían sido descanso, sino aprendizaje.

Esa noche, cuando cerró la puerta de su apartamento en Chamberí, supe que la rutina había terminado.

El Bósforo nos esperaba.

Y esta vez, no habría lugar para errores.


Estambul, invierno de 1954

El sol de invierno brillaba sin calidez, un oro pálido quebrándose en los tejados de cobre y las cúpulas azules. El aire olía a especias, a té recién servido y a café tostado. Yo fui el primero en sentirlo: el polvo del viaje aún seguía pegado a mi cuero. Sentí el pulso de Alondra en cada paso al descender del barco. Dos años de misiones inútiles no la habían debilitado; la habían templado como acero bajo fuego.


En el muelle, alzó el rostro hacia el minarete más cercano y, por un instante, creí ver en sus labios —ese rojo que distrae incluso al miedo— una leve sonrisa. No de esperanza, sino de cálculo. Sabía que el aire de Estambul estaba hecho de trampas y de promesas.


Su abrigo de lana gris apenas la protegía del viento, pero caminaba recta, el paso medido, escuchando los sonidos del puerto: silbidos de vapor, gritos en turco, risas apagadas entre las redes de los pescadores. Me posó en el suelo con suavidad al pagar al estibador. Fue entonces cuando mi suela tocó por primera vez la piedra de la ciudad —áspera, resbaladiza, viva— y presentí que la calma se había roto.


El contacto, Karakaya, un desertor soviético, debía esperarla en el Gran Bazar en dos días. Tiempo suficiente para estudiar el terreno y memorizar rutas de huida.

Alondra llevaba en el bolso las instrucciones cifradas, la pistola desmontada y una determinación que dolía.


La mañana del encuentro amaneció radiante. La luz se filtraba en ráfagas doradas bajo los toldos carmesí, tiñendo el aire con reflejos de cobre. La calle que conducía al Bazar hervía de vida: niños corriendo, comerciantes discutiendo precios, aromas de azafrán, sésamo y sudor. Cada paso de Alondra era firme; cada respiración mía recogía el bullicio como un preludio al peligro.


El desertor aguardaba junto a un puesto de alfombras, cubierto con un abrigo demasiado pesado para el sol.


—Karakaya —murmuró, sin mirarla—. Mitad del mapa. El resto… no lo tengo.


Sus manos temblaron al entregarnos un pequeño paquete envuelto en papel encerado. El miedo le recorría los dedos y yo me tensé, orgulloso de pisar esa ciudad a su lado.


La entrega parecía limpia, pero al otro lado de la calle un hombre con abrigo gris nos observaba. Dos años habían pasado desde Viena, y sin embargo, el destello de acero en sus ojos bastó para reconocerlo: el mismo enemigo, el mismo peligro.


Alondra se movió entre los puestos del Gran Bazar. Los vendedores, ajenos a nuestra huida, ofrecían su mercancía. Pero al pasar junto a un puesto de dátiles, el vendedor susurró:


—Las sombras también sangran, señorita.


Alondra no respondió. Su respiración cambió, y yo, que siempre siento antes de entender, supe que algo se había torcido.



Antes de que su rumor se extinguiera, un grupo de atacantes irrumpió desde ambos lados, disfrazados de cargadores. En un instante, todo fue caos: crujidos de cajas, gritos, telas cayendo sobre nuestras cabezas. Alondra empujó al vendedor, giró rápido y avanzó por la calle estrecha, esquivando puestos, volteando bandejas de frutos secos y teteras ardientes.


Un hombre se aferró a su brazo; otro intentó arrancarle el bolso. Ella puso en práctica su entrenamiento en artes marciales. Con una velocidad casi imperceptible propinó un golpe seco directo en el pecho del tercer hombre que se abalanzaba sobre ella. Yo sentí cómo el cuero de mi costado se desgarraba contra la hoja oculta que el enemigo empuñaba. 

No fue un rasguño: fue una marca de guerra. Mi segunda cicatriz y la gané defendiendo la vida de Alondra. Dolor y orgullo ardían juntos en mí.


El atacante cayó entre sacos de comino. El olor fuerte se mezcló con mi propio aroma a cuero quemado. Alondra corrió, y cada paso era una promesa: no volvería a fallar.


Entre el gentío apareció un rostro joven: “el traductor británico”, un hombre delgado, de chaqueta clara y mirada inquieta. Ella lo había visto días antes en el consulado y adivinó su lealtad. Su aparición no era una coincidencia: el Cuervo tenía más ojos de los que creía.


—El muelle norte —susurró Alondra—. Entrega.


Él asintió. Fingiendo una conversación, caminaron juntos mientras uno de los perseguidores los seguía de cerca. Alondra fingió tropezar; lo atrajo hacia ella y lo arrojó contra un puesto de cerámica que estalló en pedazos. Su temple era puro reflejo. El silencio tras el choque duró un segundo, el suficiente para desaparecer entre el gentío rumbo al puerto.


En la orilla del Cuerno de Oro, el sol se hundía tras los techos dorados de las mezquitas. Allí, junto a un puesto de pescado, Alondra, acompañada por traductor, fingiendo ser una pareja más de turista, hizo el intercambio: el fragmento de mapa pasó de mano a mano, casi invisible, hasta desaparecer entre los pliegues del periódico que portaba un mensajero del Archivo del Cuervo.


El viento trajo de nuevo el olor del Bósforo: té, sal, humo, victoria.

Alondra encendió un cigarrillo y miró el horizonte. En el extremo del muelle, como una amenaza elegante, el Hombre del Abrigo Gris la observaba.


“El Bósforo dividía dos mundos —pensé—. Pero las sombras, las de verdad, caminaban sobre ambos. Yo soy una de ellas. Y esta vez, hemos ganado”


En la habitación apenas iluminada, el silencio era diferente al de Madrid: más denso, más vivo, repleto de murmullos recónditos que trepaban por la alfombra y las cortinas. Alondra dejó el abrigo sobre la silla y se sentó en el borde de la cama, cruzando las piernas como si desmontara la tensión del día paso a paso.


Yo reposé a su lado, aún tibio por la huida. Sentía la cicatriz fresca en mi costado: marca de guerra, pero también de confianza recuperada. 

Alondra sacó el sobre del Cuervo con las instrucciones cifradas, las revisó sin pestañear; sus labios, aún de un rojo perfecto, sobresalían en la penumbra como una declaración de victoria.


En el filo de la hoja, había una inscripción, apenas visible: “Cada fragmento importa; la sombra de hoy será la muralla de mañana.” 

Ella sonrió de lado, con esa perspicacia que sólo mostraba cuando estaba sola. El mensaje era claro: la misión era solo una pieza más del tablero.  Sabía que para nosotros El Cuervo era jefe y guía, pero para Europa, la esperanza de que las heridas abiertas no volvieran a sangrar.



Alondra limpió mi herida con delicadeza, como quien repara una reliquia. Afuera, el Bósforo susurraba bajo la Luna.


Yo, Mi Sombra, guardaba el latido del día y el pulso del peligro.

Sabía que la derrota de Viena había sido redimida, pero que la calma nunca es eterna.


“Mientras Alondra dormía con el perfume del éxito y la promesa del peligro, yo velaba mi cicatriz. La noche en Estambul era nuestra, pero la historia, la verdadera historia, se tejía desde al sombra del Cuervo.”



@SoniaGama54


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