Café con un extraño
El aroma del café recién hecho impregnaba el aire, y el golpeteo constante de la lluvia contra los cristales del local lo envolvía todo en una intimidad acogedora. Beatriz, con el abrigo colgado en el respaldo de la silla, hojeaba un libro al azar, como si en sus páginas pudiera encontrar la distracción que su mente le negaba. Había llegado buscando más que calor en una taza de café: quería el refugio de un rincón anónimo donde el frío enero no pudiera alcanzarla.
Sentada junto a la ventana, seguía con la mirada el vaivén de las gotas que resbalaban por el cristal. El libro que sostenía hablaba de aventuras en tierras lejanas, pero su mente estaba muy cerca, atrapada en un torbellino de pensamientos. De pronto, una voz masculina interrumpió su abstracción:
—¿Te importa si me siento? Está todo lleno.
Levantó la vista. Frente a ella estaba un hombre con el cabello revuelto, sonrisa cansada, cargando un abrigo empapado que destilaba gotas sobre el suelo de madera y un maletín.
—Claro, adelante.
Durante los primeros minutos, el silencio se instaló entre ellos, roto solo por el tintineo de las cucharillas al revolver el café y el murmullo bajo de las conversaciones ajenas. Beatriz volvió a su libro, aunque sus ojos apenas seguían las líneas. Fue entonces cuando notó que el hombre sacaba también un libro de su maletín y no pudo evitar fijarse en el título. Lo reconoció de inmediato.
—Ese es mi autor favorito —dijo, rompiendo el silencio.
El hombre alzó la mirada, y en sus ojos se dibujó una mezcla de sorpresa y algo que no supo interpretar de inmediato.
—Era mi padre —respondió, con una voz que se quebraba ligeramente al pronunciar esas tres palabras.
Beatriz sintió cómo el peso del momento la envolvía. Dejó su libro a un lado y observó al hombre con renovada atención. Aquel desconocido, que había llegado como un intruso en su refugio, de repente parecía alguien familiar, cercano.
—No fue un escritor famoso —continuó él, acariciando con cuidado las esquinas desgastadas del ejemplar—. Publicó este libro con una pequeña editorial cuando yo era niño. Nunca vendió mucho, pero siempre decía que las palabras importantes no necesitan grandes públicos, solo almas dispuestas a escucharlas.
Beatriz vio cómo una sombra de melancolía teñía su sonrisa, pero no era una tristeza amarga, sino una que guardaba orgullo y ternura.
—Mi padre solía decir que la vida es como un café: a veces amargo, a veces dulce, pero siempre necesario. “No dejes que el azúcar te nuble el sabor real de las cosas, y tampoco tengas miedo de enfrentarte al amargor. Todo tiene su razón, y cada sorbo te prepara para el siguiente.”
La frase la golpeó con fuerza. Le pareció simple y poderosa, como si hubiera estado esperando escucharla toda su vida.
—Por eso llevo este libro conmigo —añadió él, cerrándolo con cuidado—. Cada vez que el mundo se me viene encima, lo leo y siento que mi padre está aquí, recordándome que puedo con todo.
Sin pensarlo demasiado, Beatriz le confesó:
—Yo vengo a este café cada vez que la vida me duele un poco.
Él asintió, como si comprendiera algo más allá de las palabras. Se quedaron en silencio, pero no era incómodo. Era el tipo de silencio que compartes con alguien que, sin saber cómo, entiende tu tristeza.
Cuando llegó la hora de irse, Beatriz pensó en pedirle su nombre o su número, pero algo en la serenidad con la que él recogía sus cosas le indicó que no era necesario. Aquel encuentro no estaba hecho para durar más allá de ese momento. Fue perfecto así, como un sorbo de café al punto justo: breve, intenso e inolvidable.
@SoniaGama65
¡Me gustó este relato!
ResponderEliminarMe alegra saberlo. Gracias por pasarte por este rinconcito. Espero que sigas pasándote y encontrando cosas que te gusten.
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