Jaula y llave
Clara sujetó con fuerza la taza de café mientras miraba por la ventana de la cocina el paisaje tranquilo que rodeaba la casa de Patricia, su amiga de toda la vida. El aire puro de la montaña parecía llevarse consigo un poco del peso que sentía en el pecho, pero su mente seguía atrapada en esas dudas que últimamente parecían no dejarla en paz.
Había decidido visitar a Patricia para huir del ruido de la ciudad y encontrar, quizá, un poco de claridad en aquel remanso de paz. A sus cincuenta y seis años tenía una vida estable, pero también una sensación creciente de desorientación. El estrés del trabajo y el vacío de la casa sin sus hijos la dejaban exhausta, como si la vida le hubiera robado su lugar sin previo aviso.
Mientras deshacía la maleta, recordaba los últimos días en la oficina, las miradas que ya no eran las mismas, la llegada de alguien veinte años más joven que parecía ocupar un lugar que ella sentía suyo. Cerró los ojos y respiró hondo: todavía se sentía aquella muchacha alegre y curiosa, pero los treinta años en la empresa le pesaban como una losa.
Había sobrevivido a jefes injustos, acosos velados, rutinas interminables. Lo aguantó todo porque había hijos, hipoteca y un sueldo que lo sostenía todo. Pero ahora, cuando nada de eso dependía de ella, lo único que quedaba era la jaula.
Esa noche, entre una cena sencilla, Clara dejó escapar lo que nunca se había atrevido a decir en voz alta: el miedo a ser invisible, la soledad, la rutina que la consumía. Patricia la escuchaba sin juicio, con la paciencia de una buena amiga.
Después de la cena decidieron seguir su conversación sentadas en el porche de la casa, donde el fresco de la noche aliviaba el calor de un verano que ya llegaba a su fin.
—A veces siento que ya no pertenezco a ningún lado —dijo Clara, mirando el vaivén suave de las hojas—. En el trabajo, en casa… mis hijos tienen sus vidas, mi marido sigue con la suya y yo… me quedo atrapada en una rutina que no me gusta.
—Entiendo —respondió Patricia— pero no se trata de pertenecer, sino de hacerte un nuevo lugar.
—No es fácil —respondió Clara—. Es como si me hubieran hecho un sitio más pequeño sin avisarme.
Patricia esbozó una pequeña sonrisa, consciente del dolor que esas palabras encerraban.
—Lo sé bien. Como sabes, Pepe, murió hace cinco años y desde entonces vivo sola, gestionando esta casa rural —dijo Patricia, recordando con cariño a su marido— Al estar yo sola, me toca recibir y estar pendiente de todos los huéspedes. Créeme que como tú hay más personas, sobre todo de nuestra edad. Una edad en la que hemos vivido muchas cosas y en la que sentimos hemos perdido otras. Perder un papel, ya sea en el trabajo o en la vida, a veces nos obliga a buscar uno nuevo que encaje mejor con quienes somos ahora.
Sus palabras calaron. Clara sonrió apenas, como quien ve una rendija de luz tras la tormenta
—Me asusta la soledad. Cuando mis hijos se fueron, sentí que la casa se vaciaba no solo de cosas, sino de mi propósito. Y aunque mi marido está, está más en su mundo. ¿Cómo se llena ese vacío?
Patricia se acercó y tomó la mano de Clara con firmeza.
—No siempre se llena con compañía. A veces hay que aprender a ser compañía para una misma. Este valle, este tiempo que te has regalado, puede ser un espacio para redescubrirte.
Clara apretó la mano, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que podía respirar sin la presión de ser “funcional” para todos.
—Quizá sea eso —dijo con una sonrisa leve—. Aprender a escucharme y entender que mi valor no está solo en lo que hago para los demás sino en lo que soy para mí misma.
Patricia asintió con cariño.
—Exacto. Recuerda, nunca se llega tarde donde realmente te esperan.
Al segundo día de disfrutar de esa calma de las montañas y del cariño de Patricia, Clara recibió una llamada que lo arrasó todo: su jefa la informó de que la empresa estaba en plena reorganización y su puesto iba a desaparecer, cuando se reincorporase en septiembre lo tendría que hacer en otro departamento, era eso o una rescisión de contrato. Por supuesto, su jefa endulzó la noticia diciéndole que ella prefería seguir contando con su inestimable colaboración pues era un activo muy valioso para la empresa y no estaba dispuesta a desprenderse de ella. Clara suspiró, no era un despido, pero a estas alturas quizás hubiera agradecido conocer el precio de su marcha.
El miedo y la incertidumbre se apoderaron de ella, miedo a tener que empezar de nuevo, a perder una parte fundamental de su vida, su seguridad, su rutina.
Salió a caminar. El valle seguía intacto, hermoso, pero ella se veía pequeña, vulnerable. Entonces recordó: “A veces hay que aprender a ser compañía para una misma.” Y lo entendió. El trabajo no iba a definirla más; lo haría su voz, su manera de estar en el mundo.
Al volver, besó a Patricia en la mejilla.
—Gracias —dijo—. Por escucharme, por recordarme quién soy
De regreso a casa, hasta su marido lo notó: Clara ya no orbitaba en torno a él. Había empezado a girar alrededor de sí misma.
Se refugió en la escritura. Primero palabras sueltas, luego fragmentos, hasta que el papel se convirtió en espejo. Con cada frase se sentía más viva, más dueña de sí. Lo que empezó como desahogo se transformó en un nuevo comienzo.
Escribía para ella, era su forma de evadirse de la rutina. Incluso se atrevió a compartir sus escritos y descubrió con asombro que sus historias también tocaban a otros.
Y entonces lo comprendió: la empresa podía prescindir de ella, pero ella jamás volvería a prescindir de sí misma. No necesitaba títulos, ni ascensos, ni la aprobación de nadie. Su valor no se medía en informes ni en nóminas, sino en la voz que por fin había decidido liberar.
Clara ya no era la mujer atrapada en la rutina. Era escritora de su propia vida, y ese era el único trabajo que pensaba ejercer hasta el final.
@SoniaGama65
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