Puertas que no se vuelven a abrir
“No quiero hablar contigo“
A veces esa frase encierra una mentira disfrazada de orgullo, una herida que aún supura, o una verdad dicha con placer casi cruel.
Este relato muestra tres formas distintas de cerrar una puerta… o de dejarla entreabierta. Porque el amor, la culpa y el deseo no siempre se marchan al mismo tiempo.
Tres personajes, una misma frase, tres despedidas inolvidables.
¿Con cuál te identificas tú?
Puertas que no se vuelven a abrir
El pasillo estaba en penumbra, como si también él quisiera quedarse al margen. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con esa insistencia que sólo tienen las cosas tristes. Álvaro subió el cuello del abrigo y respiró hondo. No era valiente. No esa noche. Pero aún así, había vuelto.
No esperaba perdón, pero sí la posibilidad de explicarse. A veces, una explicación es la única forma de seguir respirando sin que el pasado te muerda desde dentro.
—Solo quiero que me escuchéis —dijo, deteniéndose frente a la puerta entreabierta—. No vengo a discutir, lo juro.
Dentro, tres personas. Tres historias rotas con su nombre en la grieta.
Marta fue la primera en levantarse del sofá. Tenía ese modo de moverse como si no le importara nada, aunque el corazón se le desordenara por dentro. Apoyó el hombro contra la pared, cruzó los brazos y fingió una calma que le costaba mantener.
—No quiero hablar contigo —soltó, con la vista fija en el suelo.
Pero Álvaro la conocía. Sabía que si ella realmente no quisiera, no habría salido siquiera de la habitación. El silencio que dejó flotando no era un portazo, sino una grieta por la que aún se colaban los “quizá”.
—¿Segura? No pareces convencida…
Ella se encogió de hombros, mordiéndose el labio. No contestó. Y no moverse también fue su manera de quedarse.
Leo, en cambio, se mantenía sentado en el borde del sillón. Tenía los puños cerrados sobre las rodillas, como si aquello le ayudara a mantenerse en una sola pieza.
—No… no quiero hablar contigo —dijo, y las palabras le temblaron como hojas bajo la lluvia.
Su voz era un susurro que no sabía hacerse fuerte. Y sin embargo, dolía más que un grito.
—No me hagas esto más difícil, por favor.
—No te estoy haciendo nada. Solo vine a disculparme.
—Ya. Pues… ya está. No quiero hablar contigo.
Pero tampoco se levantó. Ni giró la cara. Dejó el espacio justo entre él y la puerta. Como si no supiera cerrar del todo.
Y entonces, Clara. Clara era distinta. Siempre lo había sido. Caminó con paso firme hasta colocarse frente a Álvaro. Lo miró como si ya no le quedara nada que perder. Ni que guardar.
—No quiero hablar contigo —dijo, y su voz era una piedra, no una súplica.
—Clara, por favor…
—Ni ahora, ni mañana, ni en otra vida si es que existe. Es curioso lo bien que me sienta al fin decirlo.
Sonrió, pero no con dulzura. Era una sonrisa afilada, liberadora.
—No tienes ni una pizca de duda, ¿verdad?
—Ni media. Y te aseguro que no sabes lo liberador que es.
Álvaro sintió el peso de las tres frases como una condena plural. Tres formas distintas de decir adiós: una que mentía, otra que no se atrevía, y una que lo disfrutaba.
Se quedó allí un instante más. Por si acaso. Por si alguna puerta se movía sola.
Pero no. Ninguna se cerró de golpe. Solo dejaron de estar abiertas.
Y entonces entendió que a veces el verdadero final no suena fuerte. Solo duele en silencio.
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