Él me llamaba Edelweiss

Él me llamaba Edelweiss. No por casualidad. Decía que mi sonrisa tenía algo de la pureza de esas flores que sólo se dejan encontrar en las alturas. Y cada vez que subía a la montaña, me enviaba una imagen. Una flor. Una señal de que pensaba en mí. —Buenos días, Edw —escribía, como si con esa abreviatura pudiera contener todos los abrazos que no podíamos darnos. Los más de ciento cuarenta kilómetros que nos separaban no pesaban. Un WhatsApp con una taza de café, una nube baja o una ráfaga de viento bastaba. Ahí estábamos. Y cuando no estábamos, nos pensábamos. Y así, sin prisas, sin ruido, fuimos sosteniéndonos en la distancia. Sin necesidad de vernos a menudo. Sin prometer más de lo que el corazón pudiera sostener. —A ver cuándo bajas de tus montañas —le decía yo, y él sonreía con palabras. Hasta que un día bajó. Y ese abrazo… Ese abrazo fue casa. Fue piel, fue calor, fue certeza. Nos bastó mirarnos a los ojos para reconocernos. Éramos los mismo...