Una mirada de piedra

Recordaba que aquella zona antigua del cementerio era mas tranquila, el ladrillo erosionado por el viento, la lluvia y los años le confería un aire del pasado donde la vida y la muerte discurrían a otro ritmo más pacífico.


Los edificios de tumbas se dividían en manzanas, cada una perfectamente alineada en seis pisos de altura, lo que hacía imposible la labor de quienes querían limpiar la lápida de su ser querido y más si se trataba de alguna persona mayor que había sobrevivido al allí confinado.

 

Nunca me ha gustado ir al cementerio, o por lo menos no en el día de Todos los Santos. Tampoco sé muy bien porqué puesto que ese día es un día alegre, apenas se escuchan llantos, apenas algún lamento amortiguado por el pasar del tiempo. 

En su lugar el cementerio se engalana de flores y se llena de vida entre las risas y anécdotas de sus visitantes. Siempre queda alguna tumba olvida afrenta de la que es visitada por más de quince personas que se reúnen frente a la sepultura de su familiar con sus sillas plegables decididos a pasar el día como si de otro campo se tratase.

 

Pero aun así nunca me ha gustado subir al cementerio, siempre tengo la sensación de sentirme observada, la sensación de inutilidad al pensar que quien un día perteneció al mundo de los vivos siga allí. Pero este año ni me lo planteé, simplemente subí de acompañante y decidí participar del día, del recorrido de tumbas de los que un día fueron mis abuelos, tíos y conocidos.

 

Como recordaba de alguna otra vez que había ido tal día, era casi imposible entrar en el recinto, demasiada gente, demasiados coches, demasiado todo. 

 

Cuando llegamos a la tumba de mis abuelos, en la manzana cuarenta de la parte antigua del cementerio, me embriagó una sensación de paz y alegría incomprensible.


Aquella parte del cementerio seguía siendo sin duda la más bonita. Quizás fuese por el intenso cielo azul o el cálido aire del sur que decidió visitarnos ese día, pero mi ánimo se encontraba reconciliado con mis pensamientos y se puede decir que me sentía feliz.


Entramos en la calle de esos peculiares edificios y justo en lo más alto de uno de ellos se encontraba la tumba de mis abuelos maternos, enterrados juntos, juntos por toda la eternidad.

 

Me quedé mirando el Sagrado Corazón que adornaba la lápida y pude sentir como sus ojos me atravesaron. Dicen que hay miradas que traspasan el alma, pero la de esa escultura inerte de helada losa, recorrió mi pecho con un rayo gélido que me dejó por un instante paralizada. 


Recuperada de ese impacto, casi sin parpadear y como si fuera lo más normal del mundo saludé mentalmente a mi abuelo:

 

Hola, le dije, aquí estoy.
 

Y sentí como si realmente él estuviera allí, como si me mirase a través de los ojos de aquella inmóvil escultura que parecía alegrarse de que hubiera ido.


Entonces me embriagó una simbiosis inexplicable de telepatía entre mis pensamientos y lo que yo creía que me decía mi abuelo. Por unos minutos o quizás tan solo fueron unos segundos se desarrolló en mi cabeza un vivaz diálogo con él. Recuerdo contarle todo lo que me había pasado en los últimos meses, mis anhelos y frustraciones. Y en la enajenación del momento recuerdo pedirle ayuda a mi abuelo y disculpas a mi abuela por no haberla saludado antes.


A mi espalda un hombre silbaba, mas allá un matrimonio se afanaba por limpiar la tumba de algún familiar y junto a mí mi familia permanecía callada rezando ajena a mis delirios. 


Yo misma me encontraba ajena a mí, como si en esa mañana, en ese instante me encontrase nuevamente en casa de mis abuelos compartiendo una vez mas mis sueños.


No sé si el sol del medio día tuvo que ver algo en el particular momento que viví, pero por primera vez mi visita al cementerio fue un paseo feliz entre la vida y la muerte.



 



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