Un nuevo día a los pies del Moncayo
Despierto envuelta en la tibieza de las sábanas, el cuerpo aún amarrado a los sueños, suave y pesado como si el mundo me abrazara con delicadeza. El aroma a pan recién horneado y a café recién hecho se cuela suave por la rendija de mi puerta, acariciando mis sentidos, llenando cada rincón de mi pecho de un placer sereno. Me desperezo lento, como un gato perezoso bajo un rayo de sol, dejando que el silencio y la quietud me arropen la piel. Hace tanto que no detenía el reloj, que no permitía al alma despertar así: con el aire fresco bailando entre los visillos, con ese olor a hogar que viene desde la cocina como un abrazo invisible.
No necesito nada más para sentirme bien. Solo esta tranquilidad. La que regalan los días sin prisa, esos que prometen charlas sencillas, risas sin reloj, comidas caseras llenas de recuerdos, siestas reparadoras en el sofá y paseos al atardecer donde el tiempo deja de existir.
Cierro los ojos y aspiro hondo: una, dos, tres veces. Siento el aire limpio llenándome por dentro, barriendo la tristeza acumulada, renovando cada célula con la promesa de un presente amable. Abro los ojos y sonrío: sigue ahí, a mi lado, respirando con calma, el gesto plácido de quien también ha encontrado refugio. No sé qué ocurrirá mañana, y no me importa; aquí y ahora, todo está bien. Me aferro a esta paz como a un tesoro hallado tras la tormenta.
Me calzo y camino despacio hacia la cocina. Alguien madrugó mas que yo para preparar el desayuno, pero no veo a nadie. Así que tomo el delicioso pan crujiente, aún caliente, y lo unto con aceite de oliva, tomate fresco y jamón. El vapor de la taza de café dibuja volutas en el aire: respiro y siento a la infancia regresando, la calidez de los días seguros. Subo al salón, cuando todavía no brilla el sol y el mundo, despacio, también se despereza.
Abro de par en par las ventanas y una bocanada de olor a campo inunda la estancia: tierra húmeda, madera viva, promesas verdes. El canto de los pájaros se convierte en la banda sonora de la mañana. Las ganas de salir me crecen en las piernas; tras el desayuno, me visto y salgo a pasear. El día es mío, y aún la naturaleza y yo compartimos el secreto de la soledad elegida.
Piso suave las agujas de pino, escuchando el susurro bajo mis pasos. El sol asoma tímido entre las copas de los árboles, acariciando mi piel como dedos de luz. Atrapo con la mirada cada verde, cada sombra, cada chispa de rocío atrapada en la hierba. Sonrío.
Llego al riachuelo y, como siempre, juego a ser niña: meto los pies en el agua helada, una punzada vivificante recorre mi cuerpo y hace que toda yo despierte de verdad. La sangre bulle, el frío sube como un relámpago por las piernas. Rio, y en mi risa suena la gratitud de estar viva.
Camino entre robles centenarios; me acerco a uno, su corteza rugosa bajo mis manos es refugio y fortaleza. Lo abrazo: siento la vibración silenciosa de la vida, la energía que asciende desde la tierra y se mezcla con la mía. Recuerdo cómo él, mi hermano, también los abrazaba buscando esa conexión, ese anclaje que hoy también encuentro yo. Sé que parte de él, ya pertenece a este bosque, a estos robles, a esta tierra y siento como me inunda una sensación de calidez y amor.
Levanto la vista y la cumbre del Moncayo se dibuja limpia y poderosa en el horizonte. Es hora de volver: el sol empieza a calentar el día y regreso a casa, a mi todo y mi nada, sabiendo que hoy, lo pequeño lo es todo. Que la felicidad, a veces, huele a pan, a café, a campo recién amanecido, y que este lugar será siempre el refugio al que volveré una y otra vez.
@SoniaGama65
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