Voces cruzadas I: Encuentro en la estación
La estación de tren bullía de gente impaciente. Era lunes, y la huelga de maquinistas había dejado a media ciudad varada. Entre el murmullo de quejas y el aroma a café recalentado, dos desconocidos buscaban refugio en sendos bancos de metal.
Lucía, con el móvil pegado a la oreja, mascullaba:
-Sí, mamá, ya sé que debería haber salido antes. No, no me voy a morir de hambre. Sí, llevo paraguas. No, no he visto a ningún chico guapo, ¡por favor!
A dos bancos de distancia, Sergio, trajeado y con ojeras de campeonato, también hablaba por teléfono:
-No, jefe, la huelga es real. No, no puedo teletransportarme. Sí, le enviaré el informe en cuanto llegue. No, no estoy de vacaciones, ¡ojalá
De repente, una interferencia extraña cruzó las líneas. Lucía escuchó la voz de Sergio, y Sergio la de Lucía.
-¿Chico guapo? -preguntó Sergio, desconcertado.
-¿Teletransportarme? -repitió Lucía, mirando el móvil como si fuera una bomba.
-¿Hola? ¿Mamá? ¿Eres tú? -dijo Lucía. -Si me vas a regañar otra vez, que sepas que ya me comí la fruta.
-¿Fruta? ¿Qué fruta? -dijo Sergio desconcertado. -Yo solo llamaba para decirle que estoy atrapado aquí… ¿Eres mi jefe disfrazado de madre preocupada?
De pronto, ambos miraron alrededor, buscando la fuente de la confusión.
-¿Hola? -dijeron al unísono, y luego rieron, sorprendidos por la sincronía.
-Creo que nuestras llamadas se han cruzado -dijo Lucía, divertida.
-Eso o mi jefe ha sido abducido por una madre preocupada -respondió Sergio, levantando una ceja.
Decidieron seguir la conversación, intrigados por la rareza del momento.
-¿Tú también esperando el tren fantasma? -preguntó él.
-Sí, pero antes llega el apocalipsis -contestó ella.
-Perfecto, así al menos llego a la reunión con una excusa original. Aunque mi jefe cree que me he fugado a Cancún.
-¿Y lo has hecho?
-Ojalá. Pero solo tengo un café frío y una galleta rota.
La conversación, primero absurda, se fue tornando más personal. Compartieron anécdotas de trabajos, absurdos, familiares entrometidos y sueños incumplidos.
Descubrieron que ambos odiaban el café de máquina, amaban los gatos y tenían una extraña obsesión por las películas de los 80.
De pronto, Lucía mencionó un detalle:
-Mi padre siempre decía que las huelgas son como los eclipses, todo se detiene y parece que el mundo se va a acabar…
-¿Tu padre no se llamaría Julián? -preguntó Sergio, con curiosidad.
-Sí… ¿porqué?
Sergio se quedó helado.
-Mi madre siempre cuenta que su primer amor fue un tal Julián, que la dejó en una estación de tren hace treinta años y que siempre decía esa misma frase que acabas de decir tú.
Ambos se miraron, con una mezcla de asombro y vértigo.
-¿Crees que…? -empezó Lucía.
-Creo que tenemos muchas cosas que contarnos -concluyó Sergio, sonriendo.
El altavoz anunció la llegada de un tren. Pero ellos no se movieron.
Las voces cruzadas, entre risas y revelaciones, habían tejido un puente entre dos desconocidos que, quizás, nunca lo fueron tanto.
Durante unos segundos, el bullicio de la estación pareció desvanecerse, como si el mundo entero se hubiera quedado en suspenso para escuchar su conversación.
-¿Vamos a subir? -preguntó Lucía, sin mucha convicción, mirando el andén y luego a Sergio.
-¿Y si dejamos pasar este tren? -propuso él, con una media sonrisa-. Total, yo ya no llego a la reunión y ¿tú?
-Yo no tengo ya nada que no pueda hacer más tarde -contestó Lucía, sintiendo una ligereza extraña, como si la espera de toda la mañana hubiera valido la pena solo por ese momento.
-¿Sabes mi madre se va a preocupar si no le escribo un mensaje? ¿Y tú jefe?
-Mi jefe probablemente ya esté organizando mi despido por Zoom -bromeó Sergio-.
Pero, por primera vez, no me importa tanto.
El tren se detuvo frente a ellos, las puertas se abrieron y una oleada de pasajeros bajó, arrastrando consigo el aire frío de la mañana. Lucía y Sergio se miraron, compartiendo un silencio cómplice.
-¿Te apetece un café de verdad? -preguntó ella, señalando la pequeña cafetería de la estación, donde el aroma a café recién hecho parecía una invitación irresistible.
-Solo si prometes no juzgarme por pedir tres croissants -respondió Sergio, alzando las cejas.
-Trato hecho. Pero yo me quedo con dos.
Ambos rieron y, sin decir nada más, caminaron juntos hacia la cafetería, dejando atrás el andén y el tren que partía sin ellos. La huelga, la espera, las llamadas cruzadas… todo había conspirado para que sus caminos se encontraran justo allí, en medio del caos cotidiano.
Mientras compartían café y croissants, la conversación fluyó con naturalidad, salpicada de bromas, confidencias y nuevas preguntas. Descubrieron que compartían más recuerdos de los que imaginaban: veranos en el mismo pueblo, el gusto por las películas antiguas y la costumbre de perderse en librerías.
Cuando la estación volvió a llenarse de anuncios y prisas, Lucía miró a Sergio y sonrió.
-¿Sabes? Creo que este ha sido el mejor retraso de mi vida.
Sergio asintió, levantando su taza en un brindis improvisado.
-Por las voces cruzadas -dijo-. Y por los trenes que, a veces, es mejor dejar pasar.
La vida, pensaron ambos, a veces se encarga de cruzar los caminos más insospechados. Y, mientras afuera los trenes seguían llegando y partiendo, ellos se quedaron un rato más, disfrutando de la casualidad y del milagro de haberse encontrado.
Ese primer encuentro fue un accidente, el segundo una excusa y, a partir del tercero, Sergio y Lucía supieron que estaban inventando algo propio. Sus citas eran improvisadas, sí, pero con el tiempo se convirtieron en un pequeño ritual: elegían una estación de tren diferente cada semana, exploraban el barrio, probaban cafeterías y se reían de los nombres extravagantes de los locales.
En cada encuentro, compartían anécdotas de la infancia, historias del trabajo, sueños y frustraciones. Ambos odiaban los lunes, Lucía tenía una colección secreta de tazas absurdas y Sergio había aprendido a bailar salsa solo para impresionar a una novia del instituto (sin éxito, pero con mucho entusiasmo). El humor y la complicidad se convirtieron en el hilo invisible que los unía.
Una tarde lluviosa, se refugiaron en una cafetería diminuta cerca de la estación de Velázquez. Lucía, rebuscando en su bolso, sacó una foto antigua, arrugada por los años.
-Mira -dijo-. Esta soy yo en una excursión del cole. Mi madre insiste en que la lleve siempre, por si un día me pierdo y tienen que buscarme. Como si esta foto de hace mil años fuera el distintivo necesario para saber que soy yo.
Sergio tomó la foto y la observó con atención. En el centro, una niña de pelo revuelto sonreía a la cámara, rodeada de otros niños y un par de monitores. Pero lo que lo dejó sin palabras fue el niño al fondo, con un gorro azul y una expresión de absoluta concentración, intentando atrapar una mariposa.
-Espera… -dijo, acercando la foto a sus ojos-. Ese… ese soy yo. ¡Te juro que ese soy yo!
Lucía se inclinó, incrédula, y ambos se quedaron mirando la imagen, boquiabiertos.
-¿Cómo puede ser? -preguntó ella, entre risa y asombro-. ¿El destino ya nos había presentado y no nos dimos cuenta?
-Quizá siempre estuvimos cruzándonos -dijo Sergio, sonriendo-. Solo que nos faltaba la llamada equivocada para vernos de verdad.
Desde ese día, la foto se convirtió en un talismán. La llevaban a cada cita, la usaban para inventar recuerdos ficticios (“Seguro que tú eras el que tiró mi bocadillo al estanque”, “Y tú la que me robó el gorro azul”) y, a veces, la dejaban sobre la mesa mientras compartían tres croissants cada uno, como si su yo infantil también quisiera participar en la conversación.
El tiempo pasó. La rutina de las estaciones y los barrios nuevos se volvió parte de su historia. Se conocieron de verdad: los días buenos y los malos, las manías, las dudas y los sueños. Y, sin darse cuenta, dejaron de buscar trenes para empezar a construir un destino juntos.
Cada año, en su aniversario, vuelven a la estación donde todo comenzó. Se sientan en el mismo banco de metal helado. Para ellos, ese rincón es un santuario. Observaban a la multitud apresurada y juegan a inventar historias sobre los viajeros. Han aprendido a leer en los rostros historias que nunca conocerán, a reírse de sí mismos y a no dar nada por sentado.
A veces, al ver a una pareja sentada en el banco, Lucía aprieta la mano de Sergio y le susurra:
-¿Te imaginas que también estén esperando una llamada y se les cruce?
Y él, con la misma sonrisa de siempre, responde:
-Ojalá. Así el mundo sería un poco más interesante.
Porque, en el fondo, ambos saben que el verdadero viaje no es el que empieza cuando subes a un tren, sino el que comienza cuando te atreves a quedarte, a escuchar, y a dejar que las voces se crucen.
La vida está hecha de casualidades y la magia cotidiana que se esconde en lo inesperado.
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