Cuando el hilo rojo se tensa: relato de un amor predestinado

 




Dicen que un hilo invisible conecta a quienes están destinados a encontrarse. A veces se tensa, a veces se enreda, pero nunca se rompe. Nadie lo ve, salvo el destino, que lo teje a su antojo, cruzando vidas, ciudades y silencios.

A mis diecinueve años, con las ganas de vivir recién estrenadas y la inocencia de encontrar a mi amor verdadero de una forma memorable, me fascinaba la idea de los encuentros inevitables. Caminaba por la ciudad con la sensación de que algo, o alguien, me esperaba en alguna esquina, en algún café, en la penumbra de una sala de conciertos o en la cola de un cine. Era un presentimiento, una vibración sutil en la piel, como si un hilo invisible tirara suavemente de mi dedo meñique.

La vida se abría ante mis ojos. No solo iba a estudiar en otra ciudad, sino en un país totalmente desconocido. Todo era nuevo, distinto, hasta el aire olía diferente y, a pesar de que el cielo la mayor parte del día se mostraba en una tonalidad infinita de grises, el verde de los árboles y los campos me acompañaba desde aquel pueblito pequeño a las afueras de la ciudad hasta que llegaba a estudiar en el corazón de la urbe.

Esa noche, la ciudad vibraba bajo una lluvia fina. Entré a un bar casi por azar, buscando refugio y el calor de una taza de chocolate caliente. El aire olía a madera mojada y especias. Recuerdo que me senté junto a la ventana, en una mesa donde la vela que la iluminaba titilaba despacio. Me quité el abrigo algo apurada por lo mojado que estaba y, cuando levanté la vista, lo vi. Él me miraba como si me reconociera. Por un momento, pensé que sería una simple casualidad, pero su mirada se sintió como un suave imán, y ahí sentí que quizás sí nos conocíamos de algo. Aunque la lógica me decía que era imposible, había algo en su gesto, en su sonrisa, en la forma en que sus ojos me recorrían, que removía en mi alma un déjà vu tan real como el día en que mi familia au-pair me recogió de la estación con un ramo de tulipanes rojos.

Al principio, no cruzamos ni una palabra, solo miradas. Pero el hilo, invisible, ese hilo del que había oído hablar en alguna ocasión, parecía tensarse entre nosotros, acercándonos sin remedio.

Recuerdo que en una esquina del bar había un chico algo mayor que nosotros tocando bossa nova a la guitarra. El aire olía a promesas y a historias por escribir. Fue entonces cuando, distraída por la música y la intensidad de su mirada, acerqué la mano demasiado a la vela y una gota de cera caliente cayó sobre mi piel. El dolor fue tan inesperado como intenso; solté un pequeño quejido y, casi al instante, él se levantó y se acercó a mi mesa. Sin pedir permiso, tomó mi mano entre las suyas y sopló suavemente sobre la quemadura. El contacto fue eléctrico, una corriente recorrió mi brazo y me dejó sin aliento. Sus dedos acariciaron mi piel con delicadeza, y en ese gesto sentí que el tiempo se detenía, que todo el bar desaparecía y solo quedábamos él y yo, unidos por ese hilo invisible que, en ese instante, se volvió casi tangible.

Nos miramos, sorprendidos y divertidos por la situación, y ambos supimos que algo especial acababa de ocurrir. Cada gesto era una promesa, cada sonrisa, un eco de algo predestinado. ¿Nos habíamos encontrado antes? ¿O era solo mi deseo de que así fuera lo que me hacía acercarme a él y permitirle -¡nos permitía!- rozar mi mano?

Salimos juntos bajo la lluvia. Sabía que era imposible, que nunca lo había visto, pero vi en sus ojos el reflejo de una historia compartida. Nos besamos bajo la lluvia, y el tiempo se detuvo. No importaba el pasado ni el futuro: solo el instante en que el hilo rojo, finalmente, nos había reunido.

Dicen que el hilo puede estirarse, enredarse, perderse en mil caminos, pero nunca romperse. Aquella noche, bajo la lluvia de una ciudad ajena, dos desconocidos supieron que el destino, paciente y silencioso, siempre cumple sus promesas.

Puede que la vida nos lleve por caminos distintos, pero hay instantes que permanecen grabados en la memoria: el calor de una mano, el susurro de una promesa, el temblor de un primer beso bajo la lluvia. Quizá el destino no garantice finales felices, pero sí nos regala recuerdos que nos acompañan siempre, como hilos rojos que, invisibles, nos unen a quienes marcaron nuestro corazón.

@SoniaGama65




Comentarios

Entradas populares de este blog

Homenaje a mi querida amiga Carmen "Tú sigues aquí"

Mi mesilla de noche

Café con un extraño