Besos desde el desván
Mi desván no huele a madera vieja. Es un sendero oscuro, iluminado apenas por dos bombillas desnudas que proyectan sombras titilantes en las paredes. Al final, un pequeño habitáculo que alberga un sinfín de recuerdos envueltos en polvo y tiempo. Entre ellos, reposa un tesoro que solo yo sé valorar: una caja de cartón que un día trajo la alegría de la Navidad, repleta de turrones, mazapanes y champán, y que ahora custodia el eco de mis amores de juventud.
Besos transformados en tinta, caricias capturadas en frases, latidos encapsulados en palabras que cruzaron países y décadas. Cartas con promesas atrapadas en sobres con matasellos lejanos. Cada una contiene una historia, un fragmento de mí que sigue palpitando en su interior. Son vestigios de cariño, eternizados en desvaída caligrafía de aquellos años, testigos silenciosos de pasiones que el tiempo no ha logrado borrar.
En sus pliegues viven los suspiros de otros tiempos, los incendios de juventud, la impaciencia del deseo. Sus sobres, algunos ajados, otros impecables, llevan nombres y fechas que narran mi historia, porciones de amores que nunca se disiparon del todo.
Allí está la caligrafía firme de Bernd Arno, aquel amor alemán de los días en Hannover. Me enseñó los secretos de la piel y del alma, sus palabras trazaban senderos de deseo y complicidad. Más allá, Stefan, el suizo de alma libre y corazón salado, el que besaba con la urgencia de quien sabe que el verano es efímero. Y Paul, el holandés de voz profunda, cuyo amor viajó en sobres cerrados durante tres años, construyendo un puente de ilusión entre nuestras soledades.
No falta la letra de mi amor de los dieciocho, quien me escribía versos con la fe ciega de la juventud, haciéndome creer en la eternidad de los sentimientos. Hoy, después de más de cuarenta años, seguimos en contacto, porque hay quereres que resisten todas las despedidas. Y entre esas cartas, también están las del amor de mis veinticinco, el que me llevó de viaje, y me hizo girar en pistas de baile, el que me besaba con un sabor a promesas que parecían inquebrantables.
Cada vez que abro la caja, el tiempo se pliega sobre sí. Me veo a mí misma, en distintas ciudades, en distintas edades, con las manos temblorosas y el corazón latiendo desbocado al abrir cada sobre. Acariciaba el papel como si pudiera rozar la piel de quien me escribía, como si sus palabras fueran una forma de mantenerlos cerca. Y ahora, al releerlas, siento el eco de los besos que se quedaron suspendidos en cada palabra, y la nostalgia se mezcla con una sonrisa que me calienta el alma.
A veces me pregunto si ellos también las guardaron, si mi letra sobrevive en algún cajón olvidado, si alguna vez las releen y sienten el mismo latido en el pecho. Si al ver mi nombre escrito a mano, el tiempo se detiene un instante y recuerdan lo que fuimos.
Las cartas siguen ahí, en su caja de cartón, envueltas en la penumbra del desván, esperando ser desdobladas, revividas. Son testigos de un amor que se negó a desaparecer, la prueba de que hubo un tiempo en el que cada palabra escrita llevaba consigo una caricia. Y aunque los labios que las pronunciaron se hayan perdido en la distancia, su recuerdo aún brilla, iluminando mi alma con la calidez de lo que nunca se olvida.
@SoniaGama65
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