Un instante suspendido en la eternidad


 

El mar rugía, arrastrando sus bramidos hasta la orilla una y otra vez, cada vez más altos, cada vez más fuertes. Eolo, con su furia desatada, se unía en su bravura, mientras las rocas inmóviles recibían sus húmedos abrazos, pacientes y silenciosas, aguardando a que el mar hallase su paz. Esa paz que en la alborada las acariciaba suavemente, como el beso de una amante al despertar.

Con el pelo alborotado y la piel erizada, contemplaba el mar enfurecido. Parecía protestar con cada ola que rompía, irritado porque el sol, al comenzar su descenso, dejaba de calentar sus aguas. Mis pensamientos, sin embargo, ya habían volado lejos de aquella cala; mis ojos, perdidos en el horizonte, buscaban sin querer la figura del pueblo donde él vivía.

Él, el hombre que me había robado la respiración con su mera presencia. El mismo que, con un sencillo gesto, me ofreció su mano para levantarme de mi caída, regalándome una sonrisa que quedó grabada en mi alma. Fue un instante, un solo gesto, pero suficiente para que mi corazón latiera con fuerza inusitada.

Aquella tarde, el viento se llevó mi alma y la depositó en el umbral de su puerta, suspendiendo el tiempo en el recuerdo de su mirada. Mientras el mar y el cielo conspiraban en su tormenta, yo flotaba en la dulzura de aquel encuentro efímero.

Recordé sus ojos, brillando con una intensidad que igualaba la furia del océano. Me encontré perdida en su profundidad, atrapada en un mar de emociones que apenas lograba comprender. Cada ola que rompía en la orilla resonaba con el latido de mi corazón, y cada brisa que enredaba mi cabello traía consigo el eco de su voz:

“¿Se encuentra bien? Permítame ayudarla”

La vida en el pueblo continuaba su curso normal; las luces comenzaban a encenderse y la gente se preparaba para la noche. Pero yo seguía anclada en ese instante eterno, incapaz de apartar mi mente de aquel hombre que había transformado un simple momento en una memoria imperecedera.

Finalmente, el sol se hundió en el horizonte y el mar empezó a calmarse. Con un suspiro, volví a la realidad. La brisa nocturna traía consigo el olor salino del mar, y las estrellas comenzaban a aparecer en el cielo, brillando como testigos silenciosos de mis sentimientos. Aunque él no lo sabía, su gesto había dejado una huella imborrable en mi alma, un recuerdo que llevaría conmigo para siempre, como un tesoro escondido en lo más profundo de mi corazón.

Con la llegada de la noche, supe que aquel instante no había sido solo una casualidad, sino una señal del destino. Tal vez, algún día, nuestras almas se encontrarían de nuevo, y el mar, testigo silencioso de nuestro primer encuentro, nos brindaría su calma eterna.


@SoniaGama65

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