El aroma del café recién hecho impregnaba el aire, y el golpeteo constante de la lluvia contra los cristales del local lo envolvía todo en una intimidad acogedora. Beatriz, con el abrigo colgado en el respaldo de la silla, hojeaba un libro al azar, como si en sus páginas pudiera encontrar la distracción que su mente le negaba. Había llegado buscando más que calor en una taza de café: quería el refugio de un rincón anónimo donde el frío enero no pudiera alcanzarla. Sentada junto a la ventana, seguía con la mirada el vaivén de las gotas que resbalaban por el cristal. El libro que sostenía hablaba de aventuras en tierras lejanas, pero su mente estaba muy cerca, atrapada en un torbellino de pensamientos. De pronto, una voz masculina interrumpió su abstracción: —¿Te importa si me siento? Está todo lleno. Levantó la vista. Frente a ella estaba un hombre con el cabello revuelto, sonrisa cansada, cargando un abrigo empapado que destilaba gotas sobre el suelo de madera y un maletín. —Claro, ade...
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