Un Jack Daniel's


 

Entré en aquel bar, pero bien podía haber sido cualquier otro.

Musica suave de un piano, murmullo y risas de los que allí estaban. Miré alrededor pero decidí sentarme en la barra.

— Un Jack Daniel's sin hielo, por favor

Mi boca escobó una media sonrisa. Como no, mi conciencia me había traicionado, había pedido justo su bebida favorita

 ¿Desea algo más?

 No gracias, así está bien.

Cerré los ojos e inspiré el dulce aroma a vainilla con toques de regaliz del whisky, cientos de recuerdos inundaron mi mente, acerqué el vaso a mis labios y bebí un pequeño sorbo. En ese instante recordé sus besos tan potentes y dulces como esa bebida, tan suaves, carnosos, húmedos y sensuales. Ese intimo pensamiento erizó la piel de todo mi cuerpo.

Había pasado ya un mes desde que había vuelto de Madrid, ahora esta era mi realidad, no sé porque aun no había conseguido aceptarlo, pero me costaba tanto seguir sin él que ese mes se me había hecho como un año. Los días pasaban lentos, tediosos, pesados; un día daba paso al siguiente y nada me provocaba el menor interés.

Terminé mi Jack Daniel's y decidí irme a casa, «sola en el bar o sola en casa pues mejor en casa y estoy a mis anchas», pensé

Al salir a la calle me encontré con una tormenta de esas de verano, con truenos y relámpagos, salvo que ya estaba avanzado el mes de octubre. «Vaya mierda, lo que faltaba como colofón del día» me dije a mí misma.

Sin paraguas, iba a llegar calada a casa, entrar nuevamente en el bar no era una opción o ¿sí?

Dí media vuelta y justo cuando iba a entrar, oí una voz de una muchacha que venía de mi izquierda:

— Señora, por favor ¿puede ayudarme?

Me volví para ver quien reclamaba mi ayuda cuando sin poder remediarlo dí un traspiés y caí de bruces sobre un charco. Perfecto, ahora sí que estaba mojada, sucia y dolorida.

Como alma que lleva el diablo me levanté todo lo rápida que pude y ante mí encontré a una joven llorando.

Olvidando mi aspecto me acerqué para ver que le pasaba. Delante de ella había un mastín cuya pata se había atascado entre los estrechos hierros de una alcantarilla, el pobre animal languidecía de dolor. Con cuidado me acerqué a él y hablándole con voz queda conseguí calmarlo y sacarle la pata.

—Muchas gracias, señora.

—¿Quieres que te acerque algún sitio?, pregunté a la muchacha

—No, gracias, vivimos justo en ese portal. ¿Quiere subir a lavarse un poco?

—Gracias, no hace falta, voy a coger un taxi para irme a casa yo también

Con aspecto cada vez mas deplorable me dispuse a llamar un taxi, pero como suele ocurrir siempre que llueve la circulación era un caos. Tuve la suerte de que un amable automovilista que pasó junto a mi pisó un charco terminando de empapar lo poco que quedaba en mí sin mojar.

Mi humor mejoraba por segundos. Pensé que a peor ya no podía ir, así que viendo la imposibilidad de pillar un taxi decidí irme andando.

Por fin después de dos manzanas llegué a mi portal. 

«¿Pero, y las llaves?. No puede ser, se me han debido caer cuando me he tropezado. ¿Y ahora, que narices hago yo?», mi situación mejoraba por segundos.

Nueva en la ciudad y por supuesto sin otras llaves en mi poder, salvo las que guardaba en la oficina situada a diez kilómetros de casa, así que como si no tuviera otras.

Me senté en el escalón de entrada al portal rumiando mi suerte, tiritando de frío por la ropa mojada, en espera de que algún vecino entrase y por lo menos pudiera acceder al edificio, «así podré llamar a un cerrajero y entrar en casa» pensé.

Estaba allí en el frio escalón encogida, cabizbaja y sobre todo cabreada conmigo misma cuando ante mí se pararon unos zapatos negros impolutos de hombre, alcé la vista y allí estaba:

—Hola preciosa, ¿qué te ha pasado?

Era él, mi amor, no sé de donde, ni como o porque estaba allí, nunca me alegré tanto de verlo, su sorpresa hizo que me olvidara de mi pesada y mojada ropa y me lancé sobre él, mi salvador, mi caballero de dorada armadura, mi amor.

Nos fundimos en un ardiente beso que templo mi ánimo, quizás no fue así lo que ocurrió pero en ese momento me pareció que la tormenta amainaba y un cálido aire de otoño acariciaba nuestros cuerpos.

Por suerte, él si llevaba las llaves de mi apartamento que le envié por si algún día venía y yo no estaba. Al fin pude quitarme esa ropa, darme una ducha calentita y volver a sentirme persona.

Al salir del baño, ahí estaba el hombre por quien mis pensamientos habían languidecido horas antes, tendiéndome un vaso con un Jack Daniel's «sin hielo» para entrar en calor.




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